ROMA, 28 septiembre 1227. “En virtud del poder que nos ha sido conferido por Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por los apóstoles Pablo y Pedro, Nos excomulgamos y anatemizamos a Federico, que se denomina emperador…” Así comienza el duro decreto emitido hoy por el palacio de Letrán en el que se excomulga al emperador Federico II Hohenstauffen (34). Se le acusa de incumplir la promesa de iniciar una nueva cruzada, de haber privilegiado a musulmanes y judíos, y de haber engañado a Dios en la figura del Santo Pontífice. El responsable no es otro que el nuevo papa Gregorio IX (57), que consideraba la política de su predecesor Honorio III (+1227) demasiado condescendiente con el emperador. El motivo alegado en la excomunión es el enésimo retraso de Federico II en iniciar la cruzada que se comprometió a liderar cuando fue coronado emperador, hace ya siete años. Esta vez, el emperador llegó a concentrar las tropas en Brindisi y a embarcarlas, pero hubo de cancelar la empresa poco después porque las tropas estaban siendo afectadas por una epidemia de peste. Gregorio IX no ha aceptado su explicación.
En realidad, hay motivos de fondo más poderosos. Lo que en realidad pretende Gregorio IX es el cumplimiento de lo acordado hace cincuenta años en la Paz de Venecia (1177), el espectacular y mayor evento diplomático de la historia (hasta entonces) donde el papa Inocencio III (+1217) impuso sus condiciones a Federico I Barbarroja (+1190), abuelo del actual emperador, en la secular lucha entre papado e imperio por la supremacía en la Cristiandad.
Los acuerdos de Venecia formalizaron la supremacía de Roma tras la victoria de Milán sobre el Sacro Imperio en Legnano (1176), pero una vez fallecido Barbarroja (1190), Enrique VI volvió a declarar que consideraba legítimas las aspiraciones de supremacía imperial de su padre (Bari, 1195). Su inesperada muerte en 1197 disparó la rivalidad entre la casa Hohenstauffen y la casa Welf, por el trono imperial. En esa coyuntura, Inocencio III se erigió en árbitro y se decantó, sin dudarlo, contra los Stauffen, que proponían a Federico Roger, y a favor de Otón, líder de los Wefl y coronado emperador en septiembre de 1209.
Pero no había pasado ni un mes desde que Otón IV fuera coronado cuando se desdijo de todo lo prometido y exigió prácticamente lo mismo que Enrique VI en Bari. La excomunión le cayó inmediatamente, e Inocencio III no tuvo más remedio que volverse hacia el adolescente Federico Roger. A pesar de que Oton IV quedó arrinconado tras la derrotada en Bouvines en 1214, Inocencio III no se fiaba un pelo del Stauffen, ya proclamado rey de Alemania desde 1211, y siguió sin fiarse hasta que falleció, en 1217, sin haber dado el paso de coronar al joven Federico. El anciano Honorio III, su sucesor, se vio obligado a ceder para salvar la Quinta Cruzada, una empresa que se desarrollaba en Egipto. Los cruzados habían tomado Damieta, pero estaban inmovilizados en tierra hostil mientras esperaban los refuerzos prometidos por Federico. El año 1220 fue pasando con el Stauffen controlando el timing de la negociación. Angustiado por la situación en Egipto, el 8 de noviembre de 1220 Honorio III coronó a Federico II como emperador del Sacro Imperio con la promesa de enviar inmediatamente tropas a Egipto. Fue un gran éxito del joven Federico Roger.
Pero el nuevo emperador demoró los preparativos hasta que una revuelta musulmana en Sicilia le facilitó la excusa perfecta: no podía cumplir lo prometido. En Egipto, los cruzados ya no podían esperar más. En un dramático consejo de guerra celebrado en mayo de 1221 decidieron atacar El Cairo en lugar de retirarse. Es resultado fue una derrota catastrófica en Mansurah, a 140 km al norte de El Cairo, y el consiguiente abandono de Egipto. Todos culparon al emperador, un emperador que, además, incorporaba a musulmanes y judíos a la administración de su reino, y que fundaba su universidad en Nápoles para evitar la injerencia de la iglesia romana.
La muerte del débil Honorio III en marzo de este año y la elección de Gregorio IX ha empeorado la posición de Federico quien recibió un ultimátum de la curia romana: o iniciaba inmediatamente una nueva cruzada, sufragada por él mismo, o sería excomulgado. Federico II percibió el cambio de fuerzas e inició la concentración de tropas en Brindisi. Pero la mala fortuna hizo que una epidemia de peste se desatara en la ciudad portuaria. Aún así, Federico II ordenó el embarque del ejército, pero la cifra de víctimas se disparó, y a los pocos días la flota regresaba al puerto de Otranto. Gregorio IX lo ha considerado un nuevo engaño y ha decretado la excomunión fulminante.
Pero Federico Roger no está solo. Parte de la nobleza romana y de las ciudades lombardas, eternamente enfrentadas entre sí, lo apoyan, y su prestigio en la Cristiandad es importante. Con ello, sus partidarios han iniciado una campaña de ataque a Gregorio IX acusándolo de mala fe. Por su lado, el papa he respondido ofreciendo la libertad a las ciudades lombardas que rechazan el yugo imperial, con Milan a la cabeza. Trece años después de Bouvines (y cincuenta después de Legnano) vuelven los tambores de guerra a la Cristiandad.
IMAGEN SUPERIOR: DRAMATIZACIÓN DE GREGORIO IX EN EL DOCUMENTAL "FREDERICK II, CRUSADE".